Friday, March 31, 2006

Derritiéndome


Los cumpleaños son mi mayor contradicción: es el único día que paseo por las casas de los niños y también los que más me desgasto. El de Pedro ayer fue especial, no terminaba nunca, Pedro era el festejado, lo celebraba en su jardín, con una carpa inmensa que colgaba de dos árboles antiguos que observaban desde las esquinas opuestas al techo de la casa.

Todo empezó normal, los invitados, los vasos llenos los canapés, los cigarros, las conversaciones. La mujer de Pedro corría de un lado para otro, preocupada de las visitas, -¿les falta algo, todo bien?- les preguntaba a cada una de las personas que disfrutaban de la alegre velada. Todo era buena convivencia; el broche de oro de la tarde fue cuando Felipe, de 5 años, llegó caminando y preguntando a diestra y siniestra, sobre el porque de las flores del sombrero de una anciana o que era lo que estaba tomando el joven de bigotes. De fondo un -haaaaaaa!- describía la ternura de la imagen y de sus cortos pero curiosos años. Llega la hora del café y la torta, que es cuando yo entro en acción, me paro sobre ella y me quedo esperando el show. En el living se apagan las luces, todos aplauden, estaban esperando mi llegada, es en ese momento cuando me arrepiento de ser lo que soy: todos me miran, soy la estrella, pero con la emoción del cumpleaños la cabeza me empieza a doler, siempre es lo mismo, me derrito poco a poco y espero con ansias que soplen sobre mi y termine mi actuación, sin movimiento pero con ardiente paciencia.

La mujer de pedro tomó la torta en sus manos estoy lista, cruza el umbral de la cocina y la oscuridad del living se hace evidente. Todos aplaudían y cantaban la misma cancioncita de siempre, Felipe revoloteaba a mí alrededor con los ojos encendidos por mi luz tratando de apagar mi dolor. Por eso me gustan los niños, siempre van al grano, no se pueden controlar, en cambio los adultos hablan sin parar, dan las gracias, cuentan chistes y mi infierno se hace eterno, como lo estaba siendo esa tarde.

Ya estaba mareada, mi largo cabello, y digo cabello en singular porque es uno, ya había crecido mucho y el cumpleañero no tenía intenciones de soplar. El niño saltaba a mi lado intuyendo mi dolor, tratando de apagarme. De repente un grito, agua que corre por un hombro, un termo vacío acostado sobre la mesa, un mantel en el piso, el niño se revolcaba de dolor en el piso.

Nunca olvidaré sus manos, que se deshacían como mi cuerpo, no había visto a uno de esos sufrir tanto, su ropa se pegaba a su brazo como la torta me tomaba por los pies. Creo que fueron muchas mis ganas de maldecir al estúpido hombre que no me soplaba el dolor, de alguna manera, el único que me entendió, sufrió igual que yo