El sol alumbra para todos, un viernes del año 1983, especialmente a la esperanza de muchos hombres, mujeres, jóvenes y niños, que participaban en la séptima jornada de protesta contra el gobierno de Augusto Pinochet. Se juntaron en la alameda y marcharon hacia el palacio de gobierno. El mes anterior el dictador había dicho a los medios de comunicación: “esta no es una dictadura es una dictablanda”, a raíz de las distintas protestas en su contra que habían empezado ese año, en el cual la economía ya no daba más y el descontento se había sacado el miedo a la represión: era una nueva generación.
Casi imperceptible en un cerro de Valparaíso se asoma una señora de nariz aguileña y pequeños pies, junto a un hombre de anchas espaldas y manos grandes y duras, iba subiendo la cuesta con el astro rey sobre sus cabezas apurados por la premura de la muerte, por la preciosa carga que ella llevaba en su vientre, como los que marchaban ante en la capital, descontentos y aburridos, pero temerosos de sus vidas. Miraban envalentonados por los gritos y la muchedumbre a las fuerzas policiales, que ya empezaban a cercarlos, sus voces eran una sola, con distintos clamores, pero se escudaban en su unión espontánea pero organizada sin más fin que vivir mejor.
Las cosas se ponen color de hormiga cuando se escucha la orden de dispersar a la muchedumbre, los compañeros de lucha resisten, los amigos en esperanza se dispersan amedrentados por el uniforme policial y los carros lanza agua. Gritos de dolor alumbrados por el mismo sol que se escuchaban en el cerro Alegre de una porteña ciudad. Estos eran alentados por una sola palabra puje. La señora de nariz aguileña estaba dando todo de si para escapar del fantasma de la censura que caería en sus palabras alumbradas. El caballero dilucidaba que nombre ponerle a la criatura, si perduraría el suyo o el nuevo resplandor alumbraría su cabeza.
Atochado contra las paredes de las callejuelas aledañas a la avenida principal, todos trataban de escapar; contra las paredes del útero todo era viscoso y algo nuevo entraba por las narices, era oxigeno para los pulmones, era gas lacrimógeno para sus pupilas, sus ojos lloraban y escapaba de los policías, palos vienen y palos van, logra salir del túnel ve a un hombre de verde siente la palmada en el trasero, llora de emoción. Escucha ruido a sus espalda y corre cada vez más fuerte siente todavía en sus posaderas el dolor del golpe. Se detiene en los brazos de su madre, la siente, la huele, escucha su voz angelical que le preguntaba: -“¿como se encuentra señorcito?”- era la vecina de su casa que le tendía una mano, y le ofrecía resguardarse en su negocio. Estaba acurrucándose para dormir, cuando aparece nuevamente el hombre de verde, lo toma en sus brazos y lo lleva a una sala llena de pequeñas personitas, iguales que él indefensos, temerosos, hijos de hombres de negocios, de obreros, de caminantes de pequeños pies, hombros anchos o de narices aguileñas; presos y alumbrados por el mismo sol de un viernes 28 de octubre de 1983.
Casi imperceptible en un cerro de Valparaíso se asoma una señora de nariz aguileña y pequeños pies, junto a un hombre de anchas espaldas y manos grandes y duras, iba subiendo la cuesta con el astro rey sobre sus cabezas apurados por la premura de la muerte, por la preciosa carga que ella llevaba en su vientre, como los que marchaban ante en la capital, descontentos y aburridos, pero temerosos de sus vidas. Miraban envalentonados por los gritos y la muchedumbre a las fuerzas policiales, que ya empezaban a cercarlos, sus voces eran una sola, con distintos clamores, pero se escudaban en su unión espontánea pero organizada sin más fin que vivir mejor.
Las cosas se ponen color de hormiga cuando se escucha la orden de dispersar a la muchedumbre, los compañeros de lucha resisten, los amigos en esperanza se dispersan amedrentados por el uniforme policial y los carros lanza agua. Gritos de dolor alumbrados por el mismo sol que se escuchaban en el cerro Alegre de una porteña ciudad. Estos eran alentados por una sola palabra puje. La señora de nariz aguileña estaba dando todo de si para escapar del fantasma de la censura que caería en sus palabras alumbradas. El caballero dilucidaba que nombre ponerle a la criatura, si perduraría el suyo o el nuevo resplandor alumbraría su cabeza.
Atochado contra las paredes de las callejuelas aledañas a la avenida principal, todos trataban de escapar; contra las paredes del útero todo era viscoso y algo nuevo entraba por las narices, era oxigeno para los pulmones, era gas lacrimógeno para sus pupilas, sus ojos lloraban y escapaba de los policías, palos vienen y palos van, logra salir del túnel ve a un hombre de verde siente la palmada en el trasero, llora de emoción. Escucha ruido a sus espalda y corre cada vez más fuerte siente todavía en sus posaderas el dolor del golpe. Se detiene en los brazos de su madre, la siente, la huele, escucha su voz angelical que le preguntaba: -“¿como se encuentra señorcito?”- era la vecina de su casa que le tendía una mano, y le ofrecía resguardarse en su negocio. Estaba acurrucándose para dormir, cuando aparece nuevamente el hombre de verde, lo toma en sus brazos y lo lleva a una sala llena de pequeñas personitas, iguales que él indefensos, temerosos, hijos de hombres de negocios, de obreros, de caminantes de pequeños pies, hombros anchos o de narices aguileñas; presos y alumbrados por el mismo sol de un viernes 28 de octubre de 1983.